La desaparición es una provocación al entendimiento. Ni a un lado ni al otro de los límites, el hombre del zen se elimina. Le importa poco que sepamos en qué se ha convertido, lo que hace y por qué. Da un paso más en la renuncia, renunciando hasta a si mismo. El monje japonés Tôsui es uno de estos desaparecidos. Tôsui Unkei pertenecía a la escuela sôtô. Sabemos pocas cosas del hombre, pues no ha escrito ni dejado nada tras él. No queda más que una sorprendente y rocambolesca biografía compuesta por el maestro zen Menzan Suihô, a través de testimonios que este último recogió pacientemente. La biografía ilustrada fue publicada en 1768 y no ha dejado de ejercer, tras más de dos siglos, una poderosa fascinación sobre el mundo zen japonés. El texto comporta evidentes anacronismos. Incluso las fechas y los lugares parecen demasiado limitados para situar a Tôsui, que parece que murió en 1683. Había alcanzado ya una respetable edad como jefe de un templo cuando un día, al finalizar un retiro que dirigía, desapareció sin decir nada. En los meses y años que siguieron sus discípulos o sus antiguos condiscípulos le encontraron ocasionalmente mendigando, fabricando sandalias o como vendedor de vinagre. Cada vez que se le descubría, desaparecía otra vez, cambiando de identidad, de nombre, de apariencia, perdiéndose, no en las montañas sino en el anonimato de la muchedumbre, en el rumor urbano de las grandes aglomeraciones nacientes del Japón de la época Edo. Abandonó todas las convenciones sociales y religiosas, prefiriendo la miseria y la soledad. “Gozaba del despertar” informa sin embargo Menzan:
«Cuando vivía en Ôtsu, el maestro Tôsui Unkei fabricaba sandalias de paja y calzas para los caballos que llevaba cada día al mercado. A consecuencia de esto todos le hacían pedidos y esperaban a que el trabajo estuviese terminado. Las calzas del viejo de Ôtsu eran conocidas. Su vivienda que tenía seis o siete shaku de ancho se encontraba entre dos tiendas. Había alquilado el espacio vacío que había cubierto de paja. Lo utilizaba justo para dormir y no tenía utensilios de cocina. Fabricaba allí las calzas y las sandalias de paja y compraba pasteles de arroz y otras cosas para comer. Pasó alrededor de dos años de esta manera. Un día arrieros de caballos de carga y porteadores de palanquines se reunieron allí y le dijeron: “En tu vivienda no tienes un buda. Se dice que no tener un buda significa ser cristiano. ¿Por qué no lo has puesto?” El viejo respondió: “¡Incluso a un buda no le gustaría un lugar donde no se cuece el arroz!” Todo el mundo le miró y rompió a reír. Al día siguiente uno de los arrieros le llevó una pintura popular en Ôtsu, una pintura sobre un rollo representando a Amida, diciéndole: “Te lo ofrezco, hazlo tu buda.” “¡Yo no tengo necesidad de buda!” El hombre se lo dio contra su voluntad y, refunfuñando sobre la estrechez del lugar, lo cogió y lo colgó en la pared. Cuando los vecinos miraron lo que había dejado el viejo tras su partida, vieron un buda colgado. Sobre lo alto, algo que parecían letras había sido anotado. Leyeron un poema humorístico escrito con agua de ceniza:
“Incluso estrecha os presto la vivienda, señor Amida
No esperéis que os ruegue por una vida futura”»
Menzan, Vida del maestro Tôsui
Estos monjes no han escogido seguramente su destino a la manera de una elección deliberada. Su propio carácter les llevaba sin duda a tomar; a uno la vía del loco, al otro la vía de la ocultación. Los escritos de Ikkyû testimonian un hombre atormentado, que tuvo varias tentativas de suicidio, próximo a hundirse en la locura real. De tomar la mascarada humana demasiado en serio puede ser que se convierta uno realmente en un loco -¿quién lo sabe? Por lo demás es poco probable que estos maestros chinos, de los que las antiguas crónicas repiten hasta la saciedad que hacían borrosas sus huellas, hayan existido realmente todos, o por lo menos que los hechos que se les atribuyen sean verídicos. Sus historias muestran lo maravilloso y dejan entrever, a quien sabe leerlas, la búsqueda de un absoluto. Pero, del hecho mismo de que dejen rastros en el orden del discurso, sus historias, conjugadas de mil y un maneras, delinean una singular perspectiva para todos los hombres del zen. Como si cada uno de estos locos, de estos idiotas o de estos desaparecidos se sostuviera sobre una frontera imposible, dispuestos a desaparecer al otro lado del horizonte, en la oscuridad absoluta, y al mismo tiempo sin embargo siempre ahí, a plena luz, para dar testimonio a todos de este extraño ejercicio de desenfreno.
Estos maestros ocultadores de huellas tienen sus paradojas. Se les ve dejar algunos indicios, a aquellos que saben reconocerlos, para encontrar su pista. Un sucesor de Huangbo, el maestro zen Muzhou Daozong (780-877) tenía el apodo de “Venerable Ponedor” (que no era otro que su nombre de familia). La historia informa que fabricaba zapatos de fibras vegetales, que depositaba secretamente en los caminos. Su biografía, consignada en la Recopilación de la transmisión de la era Jingde, comienza de la siguiente manera: “Residió al principio en el templo de Longxingli en la prefectura de Mu donde ocultaba sus huellas y escondía su actividad. Fabricaba permanentemente zapatos de paja que depositaba en secreto sobre los caminos. Pasando los años lo supimos y se le dio el sobrenombre de Ponedor de zapatos de paja.” Como es habitual el gesto misterioso del ponedor no es comentado, lo alusivo adelanta el paso sobre cualquier explicación. Convertidos en inmortales los santos taoístas dejaban sus zapatos tras ellos, únicos rastros visibles de su desaparición...
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El monje eremita zen Ryôkan (1758-1831) es considerado como uno de los más grandes poetas japoneses. No hay un libro sobre literatura japonesa que no evoque hoy en día su nombre. Este bonzo tenía una personalidad delicada y frágil. Cuando su maestro lo hizo su sucesor le dio el nombre premonitorio de Taigu, el “Gran idiota”. Tras la muerte del maestro Ryôkan abandonó su templo de origen e hizo, en efecto, el imbécil. Amando la soledad se encerró en la montaña hasta el final de su vida, fuera de los deseos del mundo. Se estableció en una pequeña ermita de techo de paja, sobre el monte Kugami, en la antigua provincia de Echigo, cerca de su ciudad natal en la costa del norte de Japón, haciendo de la indigencia su ejercicio cotidiano. Cantor de lo invisible sus poesías en las que aflora la melancolía testimonian de este difícil arte.
«Desde que penetré la vía de Caoqi,
Mil picos obturan delicadamente la entrada.
Aprisionados por glicinias, los viejos árboles están secos,
Envueltas de nubes, las rocas arrancadas están frías.
Mi caña de peregrino se pudre en la lluvia nocturna.
Mi kesa se enmohece en la niebla matinal.
Nadie pregunta por noticias mías,
Año tras año, año tras año, año tras año.»
Taigu Ryôkan
«Harapos y harapos,
Harapos, así es mi vida.
Mi alimento lo mendigo serenamente al borde de los caminos,
Mi vivienda, a decir verdad, la confío a las hierbas salvajes.
Durante toda la noche, silbo contemplando la luna,
Permanezco aquí, fascinado por las flores.
Desde que abandoné mi templo,
Por descuido, me he convertido en un imbécil.»
Taigu Ryôkan
Hoy en día Ryôkan, Tôsui e Ikkyû son venerados como hombre santos en Japón, entre los más grandes. Los santos inspiran a la vez temor y fascinación. Temor, pues se sabe que escapan a toda expectativa; fascinación, pues se sabe en el fondo de uno mismo que la escapada es la única salida que vale. Los santos no pueden inspirar más que veneración, pero quien quiere seguirlos se extravía. La vía del despojamiento interior es una experiencia de soledad extrema. Quien la empuja hasta el extremo de si mismo no está en buenas condiciones para comunicar aquello que vive. La experiencia singular no pertenece más que a él, mudo ante la eternidad. Los santos no son santos más que por que las instituciones los representan como tales. La santidad es todavía una imagen destinada a edificar, instituir, hacer creer. Los santos en si mismos no aspiran a nada, sobre todo a la imagen de santidad, ni se pretenden tales. Sin embargo la memoria colectiva se vale de su vida para edificar, captura hasta su cuerpo para exhibirlo. Hace falta una prenda de su presencia, mientras que ellos han deseado la ausencia. La memoria tiene necesidad de sus rastros, de su luz, pues la búsqueda de lo absoluto vuelve verdadera toda conducta espiritual.
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Del libro Les bouddhas naissent dans le feu. Éric Rommeluère. Ed. Seuil, Paris, 2007
Traducción y fotografías: Roberto Poveda