La compasión y el camino de paz
La compasión no es, en el budismo, una afirmación de principio, una virtud moral, algo por lo que que estoy más o menos en sintonía con otros seres; la compasión es verdaderamente la fe que se hace experiencia y la experiencia que reconduce a la fe de que todo cuanto sucede es parte integrante de mi vida y por tanto no hay nada distinto de mi, que esté fuera de mi vida. A medida que esta comprensión, esta fe, esta experiencia, se profundizan, más se transforma esta en comportamiento. No es nunca una afirmación voluntarista de carácter exclusivamente moral. La compasión es una necesidad, un hecho. En mi vida está todo, por tanto yo soy responsable de toda la vida.
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Se dice que el budismo es la religión del no-yo, pero el riesgo que se corre es que este no-yo se convierta en una especie de súper-yo. Sin embargo, bien entendido, precisamente es eso la caída de la barrera, de la separación; por lo que sucediendo todo al interior de mi experiencia de vida, cuido cada cosa como un elemento de mi vida. Por tanto el budismo, aun siendo una religión universal, no se ha propuesto nunca influenciar en los eventos históricos, mientras que el cristianismo tiene esta necesidad de ocuparse de las vicisitudes de los seres humanos, entendidos como colectividad. Por lo que el testimonio de paz, de compasión del budismo comienza antes que nada por aquello que es inmediatamente mi prójimo (es un término que existe también en el budismo) alargando poco a poco mi concreta sensibilidad a todo aquello que mi vida abraza. Es de este tipo de paz que el budismo se ocupa.
El zen (y el zazen)
¿Qué quiere decir esto concretamente? ¿Sobre qué se funda esta profundización de la experiencia de que mi vida abraza toda la vida? El elemento concreto concreto que yo experimento, que hace que esta fe se convierta en experiencia, es la práctica de la meditación (incluso si el término meditación es impropio). Zazen está formado por dos ideograma: za que significa “estar sentados”, y zen. Es importante estar sentados, por que me siento en el despertar de Buda mi vida, mi cuerpo están ya allí y por tanto no debo concentrarme sobre esto o aquello, sino que simplemente en el silencio, en la inmovilidad, me abro y me abandono a la vida universal que hace vivir mi vida. En un cierto sentido restituyo mi vida a la vida universal y ahí experimento todo aquello que importa. No se trata de partir de una concepción determinada, incluso en lo que tiene que ver con la paz: la paz es estar sentado en el zen. El zen es una tradición del budismo, pero fundamentalmente es algo más originario, es la experiencia de la relación con la raíz de la propia vida. El ideograma “zen”, transcripción de la palabra china “chan”, quiere decir meditación profunda; sin embargo el budismo se ha modificado mucho respecto a la tradición originaria, y aquello que era llamado meditación profunda y que hoy se llama zen no es ya la misma cosa, por que ha alcanzado la comprensión de que no hay nada sobre lo que meditar. Zen es verdaderamente aquella relación total con la fuente de mi vida en la cual yo estoy en cualquier instante, por lo que no debo hacer nada más que estar completamente donde estoy. La inmovilidad, el silencio, la apertura del corazón, el abandono de los pensamientos, esto me reconcilia, me vuelve a conectar con el fundamento de mi vida. Aquí encontramos todo y a todos. Este estado es descrito justamente como la paz del corazón, que no es la cesación de los conflictos, no es la antítesis de la guerra, igual que la vida no es el opuesto de la muerte (mientras hay vida todo es vida, mientras hay muerte todo es muerte). Existe un texto que dice: no es que la vida se convierta en muerte y después la muerte se vuelva a convertir en vida, no hay una vida opuesta a la muerte como no es que la primavera se convierte en verano; cuando es primavera es toda primavera, cuando es verano es todo verano. Solo en esta visión encontramos la paz, la paz originaria antes de que nazca la dicotomía guerra/paz.
En el Evangelio, cuando Jesús dice: “vosotros creéis que yo he venido a traer la paz, pero yo he venido a traer la guerra”, se sobreentiende aquella paz más grande que pone en crisis y vence a todas nuestras pequeñas paces, todas la pequeñas paces que son el opuesto de la guerra, que se basan sobre el conflicto. De esta manera, experimentar la paz originaria en la propia vida es la práctica que el zen propone, y estar sentado en silencio es la más auténtica contribución a la paz que el zen da, por que es experiencia que se puede hacer incluso aquí. Dejar ir los conflictos, también concretamente, estar sentado de frente a mi vida, en mi vida, en mi mismo, durante un cierto período de tiempo; es una práctica concreta, a hacer con el cuerpo. Es así como yo experimento todos los conflictos, todas las ansiedades, todos las agitaciones, comenzando por las pequeñas grandes cosas de mi vida, hasta los grandes dramas de la historia. Restituyo todo a aquel fundamento del que todo nace y del que nace un práctica de vida que es una práctica de paz. Por que aquello que renace es aquello que nace después de esta experiencia de abandono. Esta es la verdadera contribución del zen.
Cada tanto, incluso en encuentros de alto nivel con representantes de otras religiones, pienso que la verdadera contribución sería aquella de decir “ahora sentémonos y experimentemos verdaderamente que en el fondo de nuestra experiencia de vida existe esta puerta de la paz”. De ahí, después, comienza una acción concreta. El zen habla de esta dimensión de pasar de la práctica de la meditación a la aplicación concreta de esta experiencia. De nuevo aquel salto, por el cual de la fe se pasa a la experiencia, de la experiencia a la fe (es decir confianza, certeza) de que todo participa de esta realidad y que por tanto de verdad podemos testimoniar esta realidad.
Los tres “corazones”
Tres son las actitudes del corazón que el zen propone y que están identificadas con tres ideogramas. El primero es el corazón grande, el segundo el corazón de la persona anciana, madura, el tercero es el corazón de la alegría, y son las actitudes que en la vida cotidiana cada uno de nosotros debe manifestar. Obteniendo impulso y fuerza de aquella práctica del estar sentados en silencio que después ilumina toda la vida.
El corazón grande, magnánimo. Aquí grande no es lo contrario de pequeño, grande es cada uno de nosotros cuando es verdaderamente si mismo, grande es una pulga cuando es una pulga, es una galaxia cuando es una galaxia. En el mundo de las pulgas está todo, como en cada gota individual de agua está todo el universo, que no es más pequeño que el universo contenido en una estrella. Cada uno a su manera grande si es si mismo hasta el fondo, si verdaderamente vive hasta el fondo aquella relación con su vida como expresión, manifestación, forma de la vida.
El corazón del viejo. Hay quien dice el corazón de los padres, pero yo pienso en el anciano, al abuelo que tiene hacia el nieto una relación menos involucrada que la del padre (por ejemplo desde el punto de vista del orgullo personal, del deseo de ver que el hijo realiza sus aspiraciones). Este corazón de la persona anciana que tiene una relación de afecto, de ternura con todas las cosas, por la que cada cosa es parte de su vida y tiene aquel cuidado delicado que no tiene segundas finalidades.
El corazón de la alegría es el más difícil de comprender, pero creo verdaderamente que ahí esta el signo de la fe. Existe un texto del maestro Dogen, que es el fundador de la escuela budista de la que soy parte, que dice: “Cada cosa canta la verdad”. Parece una máxima franciscana. La alegría esta allí, cuando cada cosa es si misma y la manifestamos como grande en esta relación de afecto y de ternura en la que de cada cosa brota alegría. Cuando mortificamos esta relación con nuestra vida, que después es relación con la vida de los demás, entonces la alegría se extingue y ya no sentimos que cada cosa canta la verdad. Actitudes concretas son la propuesta de comportamiento que el zen propone.
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Extracto del libro: La Compassione Budhista. Il Perdono Cristiano. Ed Pazzini, 206
Autores: Luigi Accatoli y G Jiso forzani
Traducción; Roberto Poveda
Fotografía: Yegua con su potro, Roberto Poveda